Voy a publicar por primera vez en este blog un relato que he escrito. Es mi primera incursión en este campo, por lo que no me atrevería a decir si esto va a ser una experiencia aislada o, por el contrario, seré capaz de volver a intentarlo.
Si hace un tiempo no muy lejano alguien me dijese que escribiría un relato, aunque fuese breve, le hubiera respondido que eso sería una quimera, pero después de esta experiencia ya no me atrevería a decirlo con tanta rotundidad.
En algunos momentos pienso que este paso tiene mucho de temeridad, pero en muchas ocasiones hay que experimentar y lanzarse a probar nuevas experiencias, aunque no se obtengan los resultados deseados. Esto uno sólo lo sabe intentándolo, y es lo que me ha empujado a publicar este relato.
Añoranzas de niñez y juventud
Mis viajes en tren
Son las siete y media de la mañana, la gente fluye en masa por el vestíbulo de una moderna estación de ferrocarril, se les ve con prisa, en una carrera contrarreloj, con caras como si se fuera a acabar el mundo. Rostros que reflejan la velocidad y el vértigo de la vida en una gran urbe. Nadie mira los paneles indicativos, no hay duda que en la inmensa mayoría de los casos, todo esto no deja de ser su rutina diaria, la mente puede estar en otro lugar, pero el cuerpo y los pies actúan como un autómata, pues saben perfectamente a donde se tienen que dirigir. No hay tiempo que perder, cualquier despiste puede suponer no enlazar con cualquier otro medio de transporte para llegar a su destino: trabajo, estudios…. Otros miran los paneles de información para ver cuando salen sus trenes. Anuncian por megafonía la información de infinidad de trenes de cercanías y la salida de varios trenes de largo recorrido, el AVE a Galicia, Asturias, Santander, Irún, Barcelona.
Hacía muchísimo tiempo que no pisaba esta estación. Mientras voy buscando el andén del tren que tengo que tomar, me desplazo observando la transformación que ha sufrido. Intento hacer memoria de la última vez que había estado en ella y no consigo recordarlo con seguridad. Dudo si fue una vez que me dirigí a León por un asunto familiar o, por el contrario, fue la vez que tuve que ir a Reinosa, en esa ocasión un tema profesional requería allí mi presencia. -Si, fue esa la última vez- pienso, no sin cierta vacilación, cuando tuve que tramitar un asunto de mi despacho ante la notaría de esa bella población cántabra, donde el frio que hace en su estación no tiene que envidiar nada a cualquiera de la estepa siberiana.
Sin embargo, esta ocasión es diferente, me dirijo a coger un Alvia dirección Irún, pues mi destino es un pequeño pueblecito del interior de Gipuzkoa, tengo intención de pasar unos días de asueto en un caserío en las estribaciones de la sierra de Aizkorri-Aratz. En todo este viaje hay mucho de prescripción facultativa, no podía seguir con este ritmo, es el momento de echar el freno antes de descarrilar. El viaje se me antoja largo, pero para ello voy pertrechado de lectura más que suficiente para colmar las necesidades de mis próximos días.
Me encuentro buscando mi tren en el panel informativo, cuando mi mente, de forma repentina, inicia un viaje al pasado para bombardearme con recuerdos que estaban íntimamente relacionados con mi niñez, juventud, y con viajar en este medio de locomoción. Mientras me dirijo al andén donde está estacionado el tren que tengo que tomar, me voy sumergiendo en los recuerdos que me vienen a la cabeza, imágenes y momentos que tengo grabados en mi retina. En mi caso, siempre he pensado que es imposible que desaparezcan de ese imaginario disco duro que tenemos en nuestras mentes, por mucho que este se encuentre un tanto obsoleto por el paso de los años y, tengo que decir, que algunos de esos recuerdos los atesoro como oro en paño, pues me traen gratos momentos, como es el que me ocupará en las siguientes líneas.
Allá por el final de la década de los sesenta del siglo pasado, muchas familias ya empezaban a adquirir un coche, todavía no era un bien extendido en todas capas de la sociedad, pero se empezaba a vislumbrar que en pocos años se popularizaría, como así fue; pasaría de ser un artículo de lujo a convertirse en un miembro más de las mismas. Pero siempre se encuentran excepciones, como no podía ser de otra forma, y una de ellas era la mía.
Mi aita, un sabio, que iba a contracorriente de muchas de las modas que se iban popularizando, no dudó ni un instante, huyó del coche como de la peste y ni se le pasó por su despoblada y canosa cabeza el sacarse el carnet de conducir. Y para qué, habiendo alternativas tan excelentes como el transporte público.
A finales de los años sesenta, cuando empezaba a tener consciencia de mi existencia, recuerdo que en mi casa cuando se iba a realizar un viaje no surgían dudas acerca de cuál sería nuestro destino, no era necesario hacer un sudoku, pues nuestros viajes, que se producían en los periodos vacacionales no necesitaban ningún tipo de programación, consistían, como el de una grandísima parte de las familias, en viajar a los lugares de procedencia: en mi caso al pueblo, que para uno que era crío, no dejaba de ser algo fantástico. Dejar la gran ciudad para ir a un lugar donde existía la libertad.
En lo referente al desplazamiento tampoco surgían dudas, se realizaría en tren, y para mí, encantado de la vida, suponía toda una aventura, un compendio de emociones que se empezaban a vivir desde los días previos a la partida: los preparativos para las vacaciones, la compra de los billetes, el llenar las maletas de un sinfín de cosas, que quién sabe si serían necesarias para un largo verano. Todo era poco. El día de la partida era un momento irrepetible, pues todo lo que el viaje conllevaba era un cúmulo de nervios, inquietudes y experiencias.
En aquella época los trenes no eran como el que estoy a punto de tomar para iniciar mi viaje, cualquier parecido era pura coincidencia. Y ni que decir tiene que mi familia no viajaba en los nuevos ferrocarriles que en aquella época ya recorrían la red ferroviaria. Nuestro viaje era de lo más modesto, propio de una familia humilde, era en uno de esos expresos de longitud interminable, que tardaban una eternidad en llegar a su destino y que en muchas ocasiones se detenían en el lugar más insospechado: desde pararse en una estación de lo más recóndita, hasta en medio del campo, sin saber muy bien a qué se debían dichas paradas, pero en el compartimento, siempre surgía la voz de alguien, que sentenciaba: tiene que dar paso al talgo que tiene preferencia, y ahí quedaban disipadas todas las dudas.
De estos viajes los recuerdos varían, en función de si era crio o adolescente. Siendo un impúber viajaba con mis aitas, pero siendo adolescente, en muchas ocasiones lo realizaba sólo, lo que en mi caso me daba pie para sentirme importante, pues no era tontería el realizar solo un viaje de esas características.

Pero volvamos al viaje y sus preparativos. Una vez que los aitas ya habían decidido cuando pondríamos rumbo a nuestra segunda casa, y con los billetes a buen recaudo, empezaba una labor frenética para que estuviese todo a punto el día que realizásemos la partida y no se olvidase nada, no podía haber margen de error. Pero dentro de esos preparativos, había uno que era fundamental, que no era otro que la comida para el viaje. Para mí era como una fiesta, mejor que ir a comer a un restaurante con muchas estrellas Michelín. Mi ama se esmeraba en que no faltase de nada; la tortilla de patatas, con cebolla, por si a alguno le surgía la duda, y de la cual ya había avisado que deseaba una porción importante, filetes empanados, pimientos fritos de acompañamiento y en mi caso un refresco. La verdad es que el día solía prometer.
Cuando era chaval, recuerdo que pedía que me comprasen algún tebeo, algo fundamental, porque durante el viaje habría tiempo para todo, hasta para quedarse dormido y caer en un cierto sopor porque aquello se hacía interminable.
Acabo de llegar al andén donde se encuentra el Alvia que tengo que tomar; paso un control de seguridad y me dispongo a buscar la puerta por la que tengo que acceder a mi asiento. Ando un tanto despistado, no es otra cosa que la falta de costumbre a la hora de usar este medio de locomoción, pero toda esta situación queda disipada en un breve espacio de tiempo, gracias al personal que hay en cada una de las puertas de acceso al tren y en su labor de ayudar a los viajeros que como yo, andan algo perdidos. Esto es unas de las modernidades que no existían décadas atrás.

Cuando me dispongo a entrar al tren, observo como unos empleados se encargan de introducir por las puertas de acceso a algunas personas con movilidad reducida y es en ese preciso momento cuando me doy cuenta que el acceso al tren está a la altura del andén, cosa curiosa, pues en las anteriores ocasiones que había viajado en un tren similar no me había percatado de este detalle. Todo esto hace que mi memoria vuelva a retrotraerse en el tiempo y me vienen a la mente los trenes en los que viajaba en mi niñez y juventud.

Guardo un recuerdo imborrable de los vagones. Eran de un color verde por fuera, y si no recuero mal, para ascender al tren, el viajero tenía que sortear tres peldaños altos, que en el caso de las personas mayores suponía una dificultad añadida, hasta el punto de tener que ser ayudadas tanto a la entrada como a la salida del tren. Y al subir, uno se encontraba con la puerta de un aseo diminuto y otra de cristal que daba acceso a un pasillo situado en uno de los lados del vagón, y que lo recorría de un extremo a otro. A un lado del pasillo estaban los ventanales que en aquella época se podía abrir parcialmente; al otro lado, si uno iba avanzando, se topaba unas puertas corredizas que daban acceso a cada uno de los compartimentos que tenían una capacidad para ocho viajeros, cuatro a cada lado, con unos asientos de un sky de color azul, un tanto basto y duro. Ni que decir tiene que me estoy refiriendo a los vagones de segunda clase, que era en los que viajaba mi familia. Se iba apretado, pero iba feliz. El ventanal que había en el compartimento, al igual que el que había en el pasillo, se podía abrir, algo imprescindible en la época veraniega, pues esos trenes sólo tenían calefacción cuando funcionaba, y el aire acondicionado sencillamente no existía. La parte superior de los asientos estaba habilitada para colocar el equipaje. Los vagones de primera tenían algunas comodidades que no solían pasarme inadvertidas, en vez de ocho pasajeros por compartimento, viajaban seis, lo que daba al habitáculo una mayor amplitud y comodidad y los asientos eran de una calidad superior, además de estar enmoquetado todo ello.
A lo largo del viaje, uno se podía encontrar compañeros de compartimento de toda condición y pelaje, lo cual daba un cierto colorido. En aquella época existía el servicio militar, por lo que no era extraño encontrarse algunos jóvenes que volvían de permiso a sus hogares o, por el contrario, se dirigían a su destino. Como no podía ser de otra forma, el clero era asiduo a viajar en el ferrocarril, y uno se podía encontrar a la monja de turno, provista de sus hábitos y sumergida en sus rezos con el rosario en la mano e impartiendo alguna que otra filípica al personal. Una estampa de tono rancio típica de la época, pero que no dejaba de tener su punto cómico.

Tampoco podía faltar el paisano que se montaba en alguna de las estaciones del recorrido, generalmente en alguna población pequeña y que hacía acto de presencia en el compartimento cargado de bultos. Entre algunos de ellos solía traer una caja con un elenco de productos de la tierra que no pasaban desapercibida. El bulto en cuestión desprendía una serie de aromas y fragancias que no era difícil adivinar su contenido. Hoy ese buen hombre sería acusado de traficar con colesterol en cantidades industriales, pero ese aroma a chorizo y panceta ahumada era su tarjeta de visita. El paisano en cuestión enseguida manifestaba que iba a visitar a algún familiar y le llevaba algo del pueblo, pues la vida en la ciudad estaba muy “achuchaa”. Cuando procedía a tomar su almuerzo no se andaba con rodeos, extraía un trozo hermoso de hogaza de pan y un trozo de chorizo o jamón, que lo iba cortando poco a poco con una navaja desgastada por el uso. Humilde, pero con esa actitud de compartir lo poco que uno tiene, típica de las gentes del mundo rural, en cuanto había sacado su almuerzo, ofrecía al resto del compartimento -Gustan-, a lo que todo el mundo agradecía el ofrecimiento que cortésmente era rechazado. Solía fijarme en las facciones de las personas que viajaban en mi compartimento, y cuando había alguna persona que procedía del mundo rural me solía quedar mirando el color de su tez, no podían ocultar que en ese cuerpo había muchas horas de haber estado laborando a la intemperie, hiciera calor o frio, sol, lluvia o nieve, sufriendo las inclemencias del tiempo. Las manos de las gentes de campo, sin ser muy grandes, solían ser más bien anchas y en ellas se solía apreciar la rudeza de su trabajo.
Una figura que nunca olvidaré era la del interventor, con su traje azul y característica gorra. Nada que ver con el personal que había visto hace unos momentos en el andén, a la entrada del tren en el que me encuentro. Una de las imágenes que más me impactaba era cuando solía aparecer acompañado de una pareja de la Policía Armada. Entonces era muy pequeño, y eso de que un par de grises se paseasen por el vagón me solía generar un cierto desasosiego, supongo que como a más de uno. El interventor saludaba según procediese-buenos día, los billetes por favor-, solía pedirlos de forma un tanto seca, en algunos casos con cara de pocos amigos. Probablemente la compañía que llevaba no fuese de su agrado. En algunas ocasiones los dos grises solían solicitar la documentación a algunos de los pasajeros. Viendo su aspecto, uno podía pensar que los habían hecho a todos con el mismo molde; sus facciones, adornadas en algunos casos con un bigote un tanto poblado. Tenía la sensación de que las personas que viajaban en mi compartimento los miraban con un cierto reparo.
Está a punto de partir el tren que he tomado y decido empezar con la lectura de una novela que tengo la sensación de que me ayudará a abstraerme de todo tipo de problemas. Me las prometía muy felices pues a mi lado no había nadie sentado, cuando en este instante se sienta junto a mi asiento un joven, bueno, no es que sea un joven en el sentido estricto de la palabra, pero, sin duda alguna, es bastante más joven que yo. Y no ha arrancado el tren, cuando observo atónito como extrae su portátil de una mochila, lo enciende, se coloca unos auriculares, y sin perder un segundo se pone a aporrearlo. Estoy un tanto descolocado, pero bueno, supongo que será algo momentáneo y se le pasaría ese ímpetu laboral. Con un poco de suerte, mi compañero de viaje a los pocos minutos se relajará, máxime con el balanceo del tren y apagará su portátil. Pero no, mi capacidad de asombro todavía le queda un largo camino para que llegarse a su cenit.
Decido empezar la lectura que había previsto para ese momento, y ¡horror!, no había sido suficiente con soportar el machaqueo continuo del teclado de su portátil, cuando le escucho hablar a través del ordenador. Con una cierta discreción, giro mi cabeza lo suficiente como para poder ver lo que aparecía en su pantalla y veo como está dividida en cuadritos y en cada uno de ellos aparece la imagen de una persona. Tengo la sensación de que todos ellos están participando en alguna reunión virtual o evento similar. La situación me empezaba a superar, y las alternativas eran más bien escasas. Decido mirar por la ventanilla, pues mi asiento daba a ella y me pongo unos auriculares con la cuarta sinfonía de Mendelssohn. El paisaje que veo a través de la ventanilla es la salida de esta macro estación, un sinfín de vías y trenes estacionados en algunas de ellas, aunque este paisaje casi es mejor que el que se avecina próximamente gracias a la voracidad especuladora que quiere convertirlo en decenas de hectáreas de hormigón. Pero ante lo poco bucólico del paisaje actual, empiezo a leer el libro que tengo entre mis manos.
Llevo algo más de media hora leyendo y decido realizar un receso y al ver que mi compañero de asiento ha dejado de hablar al ordenador, me quito los auriculares. Respiro con cierto alivio, aunque continua con ese movimiento acompasado de sus dedos ante las teclas de su portátil -Bueno- me digo -podré soportar ese ruido a lo largo del viaje, no es lo más agradable, pero qué le voy a hacer- y es en este instante cuando me doy cuenta que delante de mí asiento están sentados un grupo de personas, por lo que consigo ver, van cuatro personas sentadas alrededor de una pequeña mesa. Cada uno está con su respectivo portátil y están sumergidos en conversaciones que todas giran alrededor del mismo epicentro: el trabajo. De ellas se desprende no el grado de involucración, sino su grado de dependencia, debe de ser la nueva droga que consumen muchos jóvenes – que cansinos, parece que van a heredar la empresa ¿Esta gente no tiene otras cosas de las que hablar cuando viajan, aunque sea por temas laborales? -. Por su voz, me parecen que estos sí que son jovencitos, y por sus comentarios, percibo el grado de involucración que tienen y pienso -no me cabe ninguna duda, el sistema capitalista tiene la maquinaria engrasada-.
Toda esta situación empieza a impacientarme. Este viaje que lo planifiqué en un espacio corto de tiempo, a instancias de un amigo médico que se puso lo suficientemente duro conmigo para que tomase la decisión de desconectar totalmente de mi trabajo, hasta el extremo de no encender mi móvil durante todo este periodo que estuviese fuera de Madrid, y ahora me veo dentro de un tren en el que todo lo que tengo a mi alrededor no deja de tener una estrechísima relación con el causante de mi situación: el trabajo.
Cierro los ojos, pero no puedo abstraerme de lo que me rodea, y me surge la duda metódica; a ver si el desubicado soy yo, en una sociedad que ha evolucionado por unos derroteros muy alejados a mi forma, quizá un tanto peculiar, de ver el mundo. Pero pasados esos segundos de vacilación, freno en seco mis pensamientos, aparco todas mis dudas y me digo a mí mismo -lo de estos jóvenes no puede ser normal ¿qué educación han recibido para llegar a esto?- pienso, no sin cierta pesadumbre, que esta sociedad de consumo ha logrado que hayan cambiado el orden de prioridades para sacrificarse de esta forma, para apostar todo a un único número, que no es otro que la gloria profesional para presentarlo como tarjeta de visita ante esta sociedad, como si no hubiera más cosas en la vida que nos pudiera producir grandes satisfacciones. Y todo ello en un breve espacio de tiempo, no más allá de treinta o cuarenta años, que en la historia del Universo no deja de ser algo así un abrir y cerrar de ojos en la vida de un ser humano. Eso sí, toda esta deriva quién sabe si con el tiempo, el diván de un psicólogo sea el lugar más solicitado por estos jovenzuelos para poder buscar respuestas a toda esta vorágine en la que se han sumergido.
En ese momento vuelven a aflorar mis recuerdos del pasado cuando viajaba en tren, y no me cabe la menor duda, aquellos viajes eran mucho más divertidos, aunque la visita del interventor en compañía de dos grises generara un cierto desasosiego, aguantar el sermón de la monja de turno fuera terriblemente aburrido o que el soldadito de turno contara sus historias de la puta mili. Pero todo ello, era mucho más agradable que ir en un tren que parece una oficina móvil, en el que la mayor parte de las conversaciones versan sobre trabajo y en las que llegas a la conclusión que la mayor parte de las personas, sobre todo lo más jóvenes, están abducidos por el sistema. Da la sensación de que sólo saben hablar de lo mismo.
Vuelvo a retrotraer mi mente a mi infancia y adolescencia, y no me cabe duda, el tren de antaño sería incómodo, lento, pero en él viajaban personas, había más calidad humana y el reloj corría de forma más pausada.

Mikel, zorionak por tu “primera incursión en el mundo del relato”
A lo largo de tus comentarios sobre escritos de otras personas, he comprobado que tienes una gran capacidad analítica y de reflexión y que además sabes expresarla muy bien.
Aún así muchas veces es más importante lo que se cuenta que como se cuenta, así es que piensa que lo importante es contar.
En este caso, me parece muy interesante el guante que lanzas para reflexionar sobre la nostalgia con la que se recuerdan tiempos de antaño, porque hay una gran y preocupante diferencia con los tiempos en los que vivimos.
No somos capaces de apreciar las pequeñas cosas, los detalles, los paisajes, las conversaciones cara a cara, los silencios, compartir, aprender de la vida sencilla y natural como lo era antes.
Las nuevas tecnologías, las prisas y las ansias por ascender y adelantarnos a los demás, hacen que hayamos perdido la verdadera esencia de la vida, sin deparar que nos perdemos lo mejor que cada uno de nosotros podemos aportar a una sociedad que cada vez es más individualista, egoísta e impersonal.
Has abierto la veda para que nos paremos por un momento y plantearnos de dónde venimos y a dónde vamos.
Ánimo y a por el siguiente relato.