Estamos viviendo un tiempo en el que en la vieja Europa la amnesia se ha apoderado de las mentes de gran parte de sus ciudadanos. Nos vemos inmersos en un proceso de blanqueamiento del fascismo en sus diferentes versiones, y lo que es más grave, de sus crímenes. Es preocupante ver cómo hay personas que están abrazando y ensalzando dictaduras que no han llegado a conocer, regímenes que a lo largo del siglo XX arrasaron con todo. Sin ir más lejos, el akelarre fascista que se ha vivido hace unos días durante el pregón de las fiestas de la localidad zaragozana de Utebo, o ver a adolescentes a la salida del colegio o universidad cantando el cara al sol, tan sólo son un botón de muestra que no nos debería dejar indiferente a nadie.
Ante esta ola reaccionaria, no cabe otra que combatirla y luchar contra el olvido, recuperando la historia con mayúsculas, esa que quieren blanquear, la de los campos de concentración, los bombardeos indiscriminados a la población civil, las ejecuciones, la utilización de prisioneros como esclavos en pleno siglo XX para realizar obras y enriquecerse las dictaduras y sus amigos oligarcas. Pero también hay otras historias, esas que los protagonistas son personas anónimas y que son imprescindibles para tener otra perspectiva, son relatos que pasan de pertenecer a esas personas y familias para formar parte de una historia colectiva, lo que Jonathan Martínez define en su ensayo La Historia Oficial como “detrás del yo siempre se esconde un nosotros”.
Claro, para recuperar esas pequeñas historias y que pasen a formar parte de todos nosotros, en muchos casos hay que romper muchas barreras. Una de ellas es el miedo, porque es un denominador común entre las personas que han sufrido la represión y/o la violencia de regímenes dictatoriales, pues los traumas son tan grandes que son incapaces de romper esa losa. Ese miedo trae consigo la sombra del silencio para no remover recuerdos y sufrimientos. No es un silencio cómplice, sencillamente es ese terror del que Naomi Klein nos habla en La doctrina del shock.
Cuando se rompe ese binomio miedo-silencio se está dando un pasito para recuperar esas pequeñas historias y la memoria de todo lo que han supuesto las dictaduras fascistas en cualquier confín del planeta. Eso es uno de los logros del libro que hoy quiero traer a este blog. Con el título “Memorias de un silencio”, su autora, Fátima Diez, nos relata la historia de un superviviente de ese 26 de abril de 1937, día en el que la aviación nazi arrasó con la villa vasca de Gernika, y del que el mundo tuvo noticias gracias a que hubo algunos periodistas extranjeros que fueron testigos directos de lo sucedido, pero que a día de hoy sigue habiendo negacionistas, como los hay de los campos de concentración nazis o del genocidio de Gaza.
Emilio Aperribay junto al Árbol Viejo de Gernika
En un formato de relato novelado, la autora nos trae la historia de Emilio Aperribay y su familia. Naturales de Gernika, el día del bombardeo Emilio tan sólo tenía ocho meses. Gracias a que con el tiempo sus aitas fueran liberándose de sus miedos, tuvo conocimiento a través de ellos de todo lo que supuso ese día, porque todo lo que vino después, él ha tenido tiempo de vivirlo en sus propias carnes y a día de hoy sigue siendo un testigo vivo de aquella época siniestra.
Si las bombas trajeron la oscuridad y el humo negro a Gernika, esa noche se prolongó durante cuarenta años en los que muchísimas familias, como las de Emilio, tuvieron que vivir acompañadas del miedo, como si éste fuese un miembro más del hogar, pero que no fue obstáculo para seguir luchando por la supervivencia e intentar recuperar todo lo que perdieron con la guerra.
No quisiera pasar por alto las descripciones que recoge la autora a la hora de relatar el bombardeo, que solo se pueden definir como un ensañamiento sobre la población civil. El horror y la muerte sobrevolaron ante la sonrisa de los jóvenes pilotos alemanes, algo que se vuelve a reproducir en nuestros días; poco o nada ha cambiado, viendo la actitud del ejército sionista en Gaza. Un modus operandi idéntico, atacando de forma premeditada e indiscriminada a los civiles gazatíes. Desgraciadamente, la historia se vuelve a repetir.
Fátima Diez, a través de la familia Aperribay, nos va relatando lo que supuso la posguerra, donde la cárcel, los fusilamientos y la represión fue una constante; un estado de excepción indefinido en el tiempo, y “a partir de ahí empezó otra guerra: La guerra del silencio”.
Es un libro sencillo, en el que la autora ha sabido componer la historia de tal forma que la narración va llevando al lector de forma sumamente ágil, y sus poco más de doscientas páginas se pasan en un visto y no visto.
A lo largo de libro encontramos algunas fotografías y documentos relativos al paso por prisión de Román Bodegas Orbañanos, tío de Emilio Aperribay, militante de UGT, que luchó como miliciano de Izquierda Republicana en el batallón Azaña, persona que tiene un hueco muy especial en esta novela, por la huella que dejó en la familia y particularmente en su sobrino.
Cuando he citado el título y la autora no he mencionado la editorial, ello se debe a que es una autoedición. Lo de publicar un libro no es cosa fácil, pero no deja de ser una pena que este tipo de trabajos no tengan la posibilidad de estar respaldados por una editorial.
Donde la esperanza espera y resistir es su emblema
Más allá de la utopía hay un mundo sin fronteras a la sombra de un poema
(Bernardo Fuster)
Hay hechos y fechas que el paso de los años no logrará borrar de mi mente, y sería peligroso que los borrara, porque eso querría decir que olvidaría parte de un pasado que fue crucial en aquel momento, y ya se sabe: cuando un pueblo olvida su pasado, está condenado a repetirlo. Por ello, asistí con interés a ver la película Las armas no borrarán tu sonrisa. Tenía claro que iba a volver a ver imágenes y testimonios que me iban a generar una cascada de recuerdos que me evocaría lo vivido en aquel tiempo, pero también era consciente que brotaría en mí la rabia y la impotencia que se vivió en aquellos días.
Era un gélido domingo de enero, de un invierno frio en lo climatológico, como eran aquellos inviernos, pero caliente y bien caliente en lo político y social. Yo apenas tenía doce años, pero quizá porque eran otros tiempos, porque los doce años de aquella época no eran los de hoy en día, por la excepcionalidad del momento, o porque no había que tener una gran madurez para ver lo que pasaba alrededor de uno, la cosa es que era plenamente consciente de lo que estaba sucediendo.
Aquel domingo al mediodía, en mi casa se puso el televisor para escuchar las noticias, pues eso era como una liturgia. En aquellos años la desinformación venía de la mano de la única televisión que había, con sus dos canales, es decir, la diferencia entre antes y ahora es que, en el plano televisivo, por entonces la desinformación venía por un único medio de comunicación existente y ahora uno tiene la posibilidad de elegir qué cadena quiere que le desinforme y le intoxique con el último bulo salido de las factorías de los poderes mediáticos, económicos y políticos. No hay que darle más vueltas, antes la prensa estaba controlada por el franquismo y ahora por sus herederos.
Pero volviendo a ese domingo de enero, cuando escuchamos que, en el transcurso de una manifestación, que ya se encargaba la prensa oficial de recalcar de forma reiterada que era ilegal, habían asesinado a un joven en la zona de la Gran Vía madrileña, en mi casa se respiró un ambiente de rabia e indignación, pero al mismo tiempo de cierta preocupación, porque llovía sobre mojado. El Poder no estaba dispuesto a ceder un ápice en esa lucha en la que el pueblo quería recuperar la libertad que hacía más de cuarenta años le había sido arrebatada. Desde mi corta edad, observaba con cierta inquietud el semblante de los adultos que temían que se repitiera la misma historia; el dictador había muerto hacía algo más de un año y la situación era como si el pueblo estuviera sumido en un laberinto en el que no existía salida alguna.
Ese joven asesinado no era otro que Arturo Ruiz, que, como otros muchos, pensaba que la libertad no te la conceden, sino que hay que conquistarla, que la democracia no cae del cielo y que no estaba dispuesto a que todo siguiera igual, por eso esa mañana gélida de domingo se manifestaba.
Si el asesinato de Arturo Ruiz fue terrible, tanto peor fue lo que recogía la prensa de la época, donde la maquinaria de intoxicación trabajaba a destajo, lo que era motivo de indignación. En aquella época en la que no existían las tecnologías actuales, la gente solía compartir con su entorno la información que podían obtener a través de otros conductos, al margen de la prensa de la época.
Antidisturbios
La cosa no quedó ahí. Al día siguiente, lunes, 24 de enero, en repulsa al asesinato de Arturo Ruiz, se organizó una manifestación en la zona donde acabaron con su vida. Y esta vez no fueron los grupos parapoliciales, fueron uniformados, que tenían que dejar claro que seguían siendo los mismos cuerpos policiales de la dictadura, que sus mandos estaban al servicio de la oligarquía y de todo el aparato político-represivo que construyó la dictadura para poder perpetuarse en el Poder y, por supuesto, que la élite política no iba a permitir que aquello se convirtiera en la Revolución de los Claveles portuguesa. Y qué mejor forma de hacérselo ver a la población que disparando un bote de humo para que impactase en la cabeza de una joven estudiante que se manifestaba para protestar contra la muerte de Arturo Ruiz. Y en este caso la víctima fue Mari Luz Nájera, una joven universitaria, que luchaba para lograr salir de una vez por todas de ese oscuro túnel que era la dictadura, que, como otros muchos jóvenes, quería que sus sueños dejasen de ser una utopía; era una generación que no estaba dispuesta a caer en el conformismo de sus mayores a la hora de luchar por cambiar las cosas.
Cuando se conoció el asesinato de Mari Luz Nájera observaba la desorientación que había en las personas mayores que se sentían antifranquistas. Veían la dificultad que había por derrocar el régimen para traer una democracia de verdad, no lo que nos estaban intentando colocar. Percibía un tono de impotencia, pues eran personas que sólo había conocido el franquismo, que nacieron en los años en los que la represión fue salvaje, que habían trabajado de sol a sol para que, como buenamente podían, sacar adelante a sus familias. Todo ello me generaba inquietud, con ciertas dosis de miedo. Recuerdo que en aquella época era frecuente que los Guerrilleros de Cristo Rey hicieran algunas de sus razias por algunos lugares de la ciudad. Solía ser habitual que aparecieran los domingos por El Rastro Madrileño para agredir de forma indiscriminada. Era una forma de expandir y generalizar el terror.
En aquellos días, también observaba que, a un sector de la ciudadanía, como ocurre en la actualidad, todo aquello no iba con ellos. No es que fueran franquistas en sentido estricto, pero actuaban como si el franquismo fuese un fenómeno meteorológico, siempre solían tener algunas frases muy elocuentes que los definían, “no hay que meterse en líos”, “la política para los políticos”, como si los derechos y libertades cayesen del cielo, algo así como el maná en el libro del Éxodo. No es nada nuevo, pues, salvando las distancias, lo mismo sucede hoy en día, donde a un gran sector de la población le parece que el ascenso de la ultraderecha y el fascismo no va con ellos. No hay duda de, como dijo Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa.
Los acontecimientos se sucedieron de forma desbocada y el drama no quedó ahí. Si el asesinato de Mari Luz Nájera se produjo al mediodía, lo que depararía esa tarde-noche fue la culminación de la tragedia. La irrupción de unos pistoleros de ultraderecha en un despacho de abogados laboralistas, donde asesinarían a tres abogados, un estudiante de derecho y un administrativo, dejando gravemente heridos a otros cuatro abogados, hizo saltar todo por los aires. La jerarquía dominante, a través de sus diferentes tentáculos, había vuelto a hablar y cómo había hablado; pusieron en el punto de mira la defensa de los derechos laborales de los trabajadores.
Esa tarde estaba puesta la radio en mi casa, cuando interrumpieron la programación para dar un avance de lo que había pasado en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha. Las preguntas que flotaban en el ambiente eran sencillas: ¿Y a partir de ahora qué? ¿todo esto tiene como objetivo un intento de que los militares se pongan de nuevo al frente del gobierno? Preguntas que no encontraban respuestas.
Monumento a los abogados de Atocha (Wikimedia Commons)
Recuerdo la conmoción que supuso. Fue un mazazo para los que habían conocido los cuarenta años de dictadura, entendían el mensaje: un aviso a la verdadera oposición al régimen, a los que se parten la cara con los aparatos del régimen, vuelven a meternos miedo, como había ocurrido en situaciones anteriores.
Era un pulso totalmente desequilibrado, pues una de las partes lo tenía todo: control de poder político, económico, pero, sobre todo, lo que controlaba era el monopolio de la violencia, cosa que me explicaron con el tiempo en la facultad de derecho, que el monopolio de la violencia reside únicamente en el Estado. Ni que decir tiene que la clase de ese día la entendí a la primera, aunque eso me revolviera las tripas. Por el contrario, la otra parte lo único que podía aportar era lucha y grandes dosis de voluntarismo, porque muchos de los que posteriormente protagonizaron eso que llaman Transición, en ese momento no estaban dispuestos a arriesgar, estaban esperando que llegara su ocasión para erigirse en los héroes de la democracia y la verdad es que coló, porque la historia oficial así lo recoge, elevando a los altares a toda esa lista de oportunistas que aparecieron unos meses después y que empezaron a ocupar sillones mullidos en las instituciones.
Todos estos hechos que hoy en día se conocen como la Semana Negra de Madrid, fueron como un terremoto que intentaba arrasar con todo lo que sonara a disidencia política. No era la primera vez que desde la muerte del dictador se vivían momentos tensos y actuaciones salvajes de los aparatos del Estado y sus satélites. No eran los primeros asesinados a manos de los aparatos policiales del Estado, o por los grupos parapoliciales, que no eran otros que miembros de la ultraderecha española e internacional, estos últimos con la cobertura de los aparatos del Estado. Vitoria, Montejurra, Basauri, Éibar, Hondarribia, ya habían vivido situaciones de este tipo. Pero lo que sucedió en esa semana de enero de 1977 venía a ser como una concatenación de situaciones que no cabía duda de que en absoluto fueron casuales.
Los poderes nunca dejan nada al azar, y los sucesos vividos esa maldita semana de enero no dejaban lugar a dudas: había que amedrentar al pueblo para que no sacase los pies del tiesto, y por si alguien tenía alguna duda, que quedase claro que el dictador lo había dejado atado y bien atado. Y posteriormente, cuando tuvieron que recurrir a estos métodos, no dudaron, y fue un suma y sigue: Germán Rodríguez, Gladys del Estal, Yolanda González, Almería, etc. Los muertos siempre los ponían los mismos.
Después de la semana trágica, nada fue igual. Los que controlaban (y siguen controlando) los resortes del poder económico y político empezaron a preparar el terreno para lavar la cara al régimen, sin tener que tocar sus cimientos. La casa no la iban a tirar, todo quedaría en revocar la fachada y cambiar alguna ventana. Con lo que les había costado levantarla, la iban a defender a costa de lo que fuese, como así sucedió.
Esos días fueron tristes, porque poco a poco se iba esfumando la esperanza que se diera una ruptura democrática. La gente de a pie veía cómo la política se hacía en los sanedrines del poder, en los reservados de los restaurantes de alto copete. Empezaron a aparecer nuevas caras que, bajo algunas siglas, hoy en día muy conocidas, y la protección del régimen, se erigieron en los adalides de la libertad y la democracia. Pero el tiempo nos ha demostrado que no eran más que una cuadrilla de trileros. El pasar de los años ha servido para que más de uno haya visto que lo que vendieron al pueblo fue humo, y aquellos polvos trajeron estos lodos. Por ello, hoy es más importante que nunca no olvidar a aquellos jóvenes que dieron su vida por la libertad. Y para ello, es necesario seguir portándolos en la memoria colectiva, fundamental para que no perdamos el norte en estos tiempos de zozobra.
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